La propagación de los eventos extremos, especialmente en este año de 2023, aísla a los negacionistas de la crisis climática, pero acentúa a la vez la impotencia de la humanidad en contener el calentamiento del planeta.
Nada más sintomático que la 28 Conferencia de las Partes (COP28) de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático tenga lugar en Dubái, mayor ciudad de los Emiratos Árabes Unidos, con más de tres millones de habitantes y gigantescos edificios modernos.
Es evidente el conflicto de intereses entre el país anfitrión, uno de los mayores productores de petróleo, y la llamada Cumbre del Clima que solo tendrá éxito si logra reducir el consumo de combustibles fósiles, la principal fuente de la crisis.
Este año es, se sabe ya, el más caliente de la historia, con 1,4 grados centígrados más que el nivel de temperatura del período pre industrial, según la Organización Meteorológica Mundial. El resultado es gente muriendo de calor, inundaciones, sequías e incendios forestales por todos los continentes.
Las medidas adoptadas y prometidas por los gobiernos nacionales no son suficientes para contener el calentamiento planetario en 1,5 grados, en este siglo, según el Grupo Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC), creado por Naciones Unidas en 1988 y compuesto por científicos de decenas de países.
La meta de 1,5 grados se fijó en la COP21 de 2015 en la capital francesa, en el Acuerdo de París, como un límite para evitar impactos climáticos más mortales. La tendencia actual apunta que ese límite podrá ser alcanzado antes de 2040.
Un riesgo catastrófico es que ese calentamiento provoque procesos irreversibles de destrucción sinérgicos, los puntos de no retorno en la deforestación de la Amazonia, el deshielo en los polos Ártico y Antártico y alteraciones en las corrientes marítimas del Atlántico Norte.
Política versus clima
Las encuestas por todas partes apuntan el reconocimiento de la gravedad de la crisis climática por la población en todo el mundo.
En Brasil, el Instituto Datafolha identificó entre sus 2028 entrevistados en marzo de 2023 que 89% espera sufrir efectos personales del cambio climático. Es también la creencia de 88% entre los que votaron por el ultraderechista expresidente Jair Bolsonaro, un negacionista en cuestiones ambientales y climáticas.
El dato es revelador de la relación entre los temas ambientales y la política. Los electores reconocen la tragedia climática incluso como posibles daños en su vida, pero eso no les impide de votar por líderes de extrema derecha que niegan las crisis ambientales.
Más aún: el ascenso de esos reaccionarios, desde el triunfo electoral de Donald Trump en 2016 en Estados Unidos, coincide con el agravamiento y por lo tanto la mayor conciencia mundial de la emergencia climática y otros problemas ambientales.
Bolsonaro se eligió en 2018 con mayoría de 55,1% de los votos válidos en la segunda vuelta y fracasó en el intento de reelegirse en 2022, pero obtuvo 49,1% de sufragios, tras cuatro años de gobierno desastroso tanto para el medioambiente, como para la salud de los brasileños durante la pandemia de covid-19.
Tuvo el respaldo de 58 millones de brasileños en las dos disputas, en un país de 203 millones de habitantes, entre los cuales la preocupación ambiental es casi un consenso.
Esa contradicción se repitió en Argentina, en las elecciones presidenciales del 19 de noviembre, con el triunfo del ultraderechista Javier Milei con 55,7% de los votos válidos.
En ese país de 46 millones de habitantes, 85% de los encuestados por las consultoras Voices y Win reconocieron el calentamiento global como “una grave amenaza para la humanidad”.
Volviendo a Brasil, el actual presidente Luiz Inácio Lula da Silva rescató la política ambiental y la defensa de la Amazonia como ejes de su proyección internacional, alejándose de las actitudes de su antecesor Bolsonaro. Sin embargo, Lula defiende la exploración de petróleo en la cuenca de la desembocadura del río Amazonas, donde ambientalistas identifican riesgos para la vida marina local y para el bioma amazónico.
Además, el gobierno de Lula se apresta a incorporar Brasil en la Organización de los Países Exportadores de Petróleo (Opep), en abierta contradicción con su nueva postura “ambientalista”.
Los dilemas y las incoherencias del actual gobierno brasileño reflejan las dificultades e incluso la imposibilidad de conciliar ambiente e intereses económicos o sociales, casi siempre en desmedro de la política ambiental.
El destino de la humanidad depende, por lo tanto, de buscar formas de fortalecer políticamente las cuestiones ambientales y climáticas. La conciencia ya adquirida de sus amenazas constituyen una fuerza de presión sobre los gobernantes, pero insuficiente para la toma de las decisiones drásticas necesarias. Se exige un gran esfuerzo, la renuncia a muchas comodidades y conquistas, para mitigar las ruinas futuras.
Lula destacó en Dubái este viernes 1 de diciembre, en su participación en la COP28, la necesidad de una “gobernanza global”, con líderes “comprometidos a salvar el planeta”. Pero atribuyó a parlamentos conservadores, como el brasileño, algunos obstáculos a las “medidas más corajosas y rápidas” que hacen falta.
Es decir, resolver la cuestión política es el paso indispensable para manejar la crisis climática. Por ahora no hay luz en el túnel.
Lula tendrá la oportunidad de exponer mejor sus nuevas orientaciones en 2025, cuando será el anfitrión de la COP30 en Belém, la capital del estado de Pará en la Amazonia oriental, donde sigue la deforestación y se destacan grandes centrales hidroeléctricas y la gran minería de Carajás, para exportación de mineral de hierro.
Por IPS Noticias