La intensidad del sol y la tranquilidad en esta comunidad amazónica, Eyiyo Quibo, del norte de Bolivia hacen que el tiempo se detenga. El sitio está lleno, aunque a ratos parece vacío, pues muchos se refugian en sus casas mientras hablamos con el representante de la comunidad bajo la sombra de unos árboles, entre perros cansados y niños desnudos.
La autoridad comunitaria habla del peligro que acecha a la población y que baja por el río desde el sur. A más de 100 kilómetros del lugar, se extrae oro con el uso de uno de los metales más tóxicos para el ser humano: el mercurio.
“Mi esposa me dice: ‘Si estoy enferma, estoy enferma, igual me tengo que morir de cualquier enfermedad. No puedo dejar de comer’. Cuando comenzó esto de la minería, ella tuvo más dolores. Tal vez es esto del consumo de pescado, antes no había eso”, dice Óscar Lurici, capitán grande de Eyiyo Quibo, una comunidad esse ejja en el norte del departamento de La Paz, en el límite con el de Beni y el ingreso del Parque Nacional Madidi.
Los indígenas esse ejja, antiguamente de cultura nómada, fueron conocidos desde siempre como gente del río. Ese era su territorio, las extensas riberas en el norte boliviano y el sur del Perú, para ir y venir como les diera la gana. Pero, eso cambió hace casi 30 años.
Forzados por la cultura sedentaria, algunos se asentaron en un área de ocho hectáreas al borde del río Beni, en el municipio paceño de San Buenaventura. Esto es Eyiyo Quibo.
A principios de 2021, llegó a la comunidad un grupo de investigadores para conocer si el uso de mercurio en la extracción de oro río arriba tenía algún impacto en la población.
Los especialistas tomaron muestras de cabello a las mujeres en edad reproductiva y se sorprendieron al encontrar el elevado nivel en sus cuerpos de metilmercurio, un compuesto neurotóxico derivado del mercurio, el cual puede concentrarse en el organismo humano y adquirirse por el consumo de pescado contaminado, entre otros.
El límite “saludable” para metilmercurio en el cuerpo humano es de una parte por millón (1 ppm), pero 94 % de estas indígenas tenía niveles de metilmercurio por encima de ese límite; un caso incluso llegó a las 32 ppm.
Este estudio, de la Red Internacional de Eliminación de Contaminantes (Ipen, en inglés), se hizo en Brasil, Venezuela y Colombia, pero el caso de Bolivia fue el más preocupante. “Los niveles de la carga corporal del mercurio entre las mujeres en la comunidad son los más elevados que se hayan hallado en este estudio”, concluyó, en junio pasado.
El mercurio se usa para extraer oro del río. Pero, como los esse ejja no son mineros, se concluyó que fueron contaminados por consumir pescado, el cual a su vez se contamina por los desechos que la minería aurífera expulsa en los ríos.
Con ese nivel de contaminación, existe un riesgo alto de desarrollar problemas neurológicos, renales, disfunción cognitiva y motriz, ceguera, discapacidad del habla y daño cerebral, entre otras enfermedades. Pero, la principal preocupación es el daño que el mercurio en una mujer en etapa de gestación puede ocasionar en el feto.
“Mi sobrino me dijo que me voy a enfermar si sigo comiendo pescado contaminado. No sé como será, yo sigo comiendo nomás”, dice una mujer, mientras asa plátanos (bananos para cocinar) a la leña.
Ella prefiere el anonimato. Le detectaron 9,1 ppm de mercurio en su cuerpo. Al igual que el resto de los entrevistados en Eyiyo Quibo, recibió con resignación los resultados. ¿Qué pueden hacer al respecto? Están conscientes de que la minería aurífera río arriba no se detendrá porque está en manos de aliados del gobierno boliviano y no pueden dejar de consumir pescado, pues es la base de su alimentación.
En las poblaciones de Mapiri, Teoponte, Guanay, Tipuani y otras que están hacia el sur, y cuyos ríos desembocan en el río Beni, los cooperativistas mineros operan con poco o nulo control gubernamental, y lo hacen de la mano de capitales chinos.
Entre estas reflexiones de resignación, esta mujer de 58 años recuerda el pasado como mejor. “Nuestros padres iban de un lado a otro a lo largo del río. Un año en un lugar y, cuando se cansaban, subían a la canoa para irse a otro sitio. Yo iba con ellos”, cuenta.
Entonces, el pescado abundaba. Ahora, hay pocos peces en un río cada vez más enfermo.
Parado al lado del río Beni, en la orilla de Rurrenabaque, Osmilder Bedregal —pescador y dirigente de su gremio, además de heredero y empresario de un famoso restaurante— asegura que la pesca se redujo hasta en 60 % desde que él entró al rubro, hace casi 20 años. Ahora tiene 45 y le echa la culpa de esta carencia a la minería río arriba, donde se usa mercurio sin ningún control para facilitar la recolección de oro.
De visita en la Alcaldía de Rurrenabaque, un funcionario que está cerca a la puerta de ingreso expresa: “¡Uuuu, aquí estamos jodidos con eso!, no sé si sabes del estudio que ha salido recién y que los indígenas de aquí al frente están contaminados por mercurio. Yo no dejo que mi familia coma pescado. En unos años, toda esa gente tendrá cáncer, y nadie dice nada ni sabe nada. Pero, dejá que te lleve donde la persona a cargo”.
No obstante, en la Unidad de Medioambiente y Áridos no escucharon del estudio. Los alcaldes de Rurrenabaque y San Buenaventura, Elías Moreno y Luis Alberto Alipaz, respectivamente, tampoco se enteraron del informe del Ipen, que alerta sobre la posibilidad de que la contaminación por mercurio en otras poblaciones aledañas al río Beni sea similar.
La mala noticia tampoco llegó a los hospitales de ambos municipios, donde los médicos reportan que los casos más frecuentes que atienden son infecciones estomacales. Sin bien trataron pacientes con síntomas que pueden ser a causa de la alta exposición al mercurio, no hay certeza de ello.
“La gente sabe de esta contaminación, pero mientras no los mate al rato o no les haga daño al momento creen que es mentira”, explica el alcalde Alipaz, y reconoce que es hora de tomar acciones, porque el problema va en aumento.
El representante de la Coordinadora Nacional de Defensa de Territorios Indígenas Originarios Campesinos y Áreas Protegidas (Contiocap), Álex Villca —quien acompaña este recorrido—, lleva una lucha constante contra la contaminación por la minería en el norte boliviano.
Recuerda que desde 2016 comenzó a escuchar las consecuencias que traería para el norte de Bolivia la explotación de oro.
En 2019, en una travesía por el río Kaka, afluente que desemboca en el río Beni, encontró 12 dragas chinas y colombianas. Para 2021, el número subió a 60, afirma Villca.
Y alerta: “Si bien este problema se visibiliza, no hay una respuesta de las autoridades competentes. Las instituciones llamadas por ley para hacer algo brillan por su ausencia”.
El responsable del Programa Nacional de Gestión Ambiental del Ministerio de Salud, Alfredo Laime, dice estar consciente de la situación y que se trabaja al respecto. Cree que a partir de este diagnóstico general ahora se debe intervenir, aunque esto no sea tarea sencilla.
“Nuestra lucha al final es que se rechace el uso de mercurio en la minería”, afirma, consciente de que en esta decisión intervienen otros actores. Entre los principales están los cooperativistas mineros del norte paceño, aliados del gobierno, que, en marzo de este año, se opusieron a intentos legislativos para controlar y reducir el uso de mercurio en la minería aurífera.
El secretario general de la Federación Regional de Cooperativas Mineras Auríferas del Norte de La Paz, Rolando Zambrana, asegura que su sector está abierto a reemplazar el metal pesado por otras sustancias o técnicas para extraer oro que sean menos dañinas para el medioambiente y la salud. Sin embargo, admite que este reemplazo no será a corto plazo.
En 2013, Bolivia suscribió el Convenio de Minamata, que insta a los Estados firmantes a aplicar un Plan Nacional de Acción para reducir el uso de mercurio en sus territorios. Bolivia aún no concluyó su plan, porque el Gobierno no destinó recursos para este propósito.
Miroslava Castellón, responsable del Programa Nacional de Contaminantes Orgánicos Persistentes, dependiente del Ministerio de Medioambiente, explica que están en proceso de conseguir financiamiento externo para cumplir con esta obligación. Si todo sale según lo esperado, el plan para reducir el uso de mercurio debería implementarse en 2025.
“¿Acaso nosotros nomás consumimos pescado? Son cientos de comunidades a la orilla del río. Hace un tiempo, una madre quiso matar a su bebé porque se asustó al ver como nació, con una malformación en la cabeza. Más allá, hay una niña que no puede mantenerse de pie. Antes no habían estas cosas”, cuenta Óscar Lurici, el líder de Eyiyo Quibo, antes de llevarnos donde un anciano tendido en el suelo.
Ramuel Apolice, de 70 años, estaba rodeado de sus hijas y nietos, quienes desaparecieron ni bien nos vieron, dejándolo solo al lado de su silla de ruedas. Lo visible en él son dos protuberancias debajo de las rodillas y su incapacidad de mover las piernas, pero no se sabe qué tiene.
Y ni en este ni en ninguno de los otros casos mencionados por Lurici se puede asegurar que las enfermedades sean por contaminación con mercurio. Lo único seguro es que el riesgo está presente.
Frente a Eyiyo Quibo está la isla donde hace tiempo solían vivir los esse ejja en sus constantes viajes nómadas por el río Beni. Eso fue hace 30 años, antes que un extranjero les comprara el terreno que ahora ocupan, donde el Gobierno les construyó casas de ladrillo y cemento pintado de azul en lugar de las de palo y hojas de plátano.
En una de estas casas vive Elva Roca, de 34 años, con 10 ppm de mercurio en su cuerpo. Sentada en el patio de arena, observa a sus hijos desnudos bañarse en la pileta de agua. Resignada, dice: “Sabemos que, por los mineros, los pescados se infectan más y con el tiempo será peor, pero sólo Dios sabe qué pasará, pues”.
Por: Sergio Mendoza/IPS Noticias
Este artículo es parte de la Comunidad Planeta, un proyecto periodístico liderado por Periodistas por el Planeta (PxP) en América latina, del que IPS forma parte.